lunes, 1 de octubre de 2012

La novia robada - Juan C. Onetti


La Novia Robada recupera la vida y locura de Moncha Insaurralde, la muchacha delgada y hermosa que está persuadida de casarse con Marcos Bergner –quien está muerto desde hace algunos meses-, que viaja a Europa para comprar la seda de su ajuar, que cena con su prometido en el bar del Plaza, y que prepara su desfile todas las noches en el patio de su casa, sola y en un presente visceral e insuperable. Es la historia de una complicidad hipócrita, en la que toda Santa María interviene asintiendo cada desproporción de la muchacha, hasta el punto en el que se hace irreconocible si la condición de Moncha es producto de un desequilibrio mental o, por el contrario, de todo un espectáculo circense y malévolo en el que han contribuido todos a través de su silencio y auspicio.

Algunos personajes intervienen en ambos cuentos para superar los límites que ellos mismos establecen, porque tras estos destellos particulares está en juego esa totalidad que es Santa María. El médico Díaz Grey, por ejemplo, es quien nos cuenta la historia de Augusto Goerdel, tal como la conoció desde el momento en que aquel miserable fue a inquirirlo en su consultorio, llevando ese cartel en el pecho de letras rojas-grises: “Yo mataré”, y buscando arrastrar a todos, al cura, a sus amigos, a toda Santa María a un asesinato inevitable. Pero también es uno de los personajes que andan por las calles de la ciudad mirando a Moncha Insaurralde, mientras camina con su vestido desvencijado y amarillento, o entrando en la farmacia de Barthé, en cuyo interior discutirá un poco con el boticario sobre política revolucionaria y esas otras cosas que se publican en “El Liberal”.

Y aunque también están aquí y allá el padre Bergner, Jorge Malabia, Barthé, etcétera, la figura de Díaz Grey es de especial importancia porque tiene rasgos existenciales muy particulares. Se trata de un individuo ensimismado, que no logra relacionarse fácilmente con los otros, ni con las mujeres –en las que no ve otra cosa que personas-, ni con los hombres –que le fastidian profundamente por su egoísmo e hipocresía-. Y, además, tiene esas costumbres de “loco” que a la gente del común incomodan de sobremanera: colecciona fotos de su hija ausente, juega con ellas al póker, y ha terminado La Novia Robada, por su parte, recupera la vida y locura de Moncha Insaurralde, la muchacha delgada y hermosa que está persuadida de casarse con Marcos Bergner –quien está muerto desde hace algunos meses-, que viaja a Europa para comprar la seda de su ajuar, que cena con su prometido en el bar del Plaza, y que prepara su desfile todas las noches en el patio de su casa, sola y en un presente visceral e insuperable. Es la historia de una complicidad hipócrita, en la que toda Santa María interviene asintiendo cada desproporción de la muchacha, hasta el punto en el que se hace irreconocible si la condición de Moncha es producto de un desequilibrio mental o, por el contrario, de todo un espectáculo circense y malévolo en el que han contribuido todos a través de su silencio y auspicio.

Algunos personajes intervienen en ambos cuentos para superar los límites que ellos mismos establecen, porque tras estos destellos particulares está en juego esa totalidad que es Santa María. El médico Díaz Grey, por ejemplo, es quien nos cuenta la historia de Augusto Goerdel, tal como la conoció desde el momento en que aquel miserable fue a inquirirlo en su consultorio, llevando ese cartel en el pecho de letras rojas-grises: “Yo mataré”, y buscando arrastrar a todos, al cura, a sus amigos, a toda Santa María a un asesinato inevitable. Pero también es uno de los personajes que andan por las calles de la ciudad mirando a Moncha Insaurralde, mientras camina con su vestido desvencijado y amarillento, o entrando en la farmacia de Barthé, en cuyo interior discutirá un poco con el boticario sobre política revolucionaria y esas otras cosas que se publican en “El Liberal”.

Y aunque también están aquí y allá el padre Bergner, Jorge Malabia, Barthé, etcétera, la figura de Díaz Grey es de especial importancia porque tiene rasgos existenciales muy particulares. Se trata de un individuo ensimismado, que no logra relacionarse fácilmente con los otros, ni con las mujeres –en las que no ve otra cosa que personas-, ni con los hombres –que le fastidian profundamente por su egoísmo e hipocresía-. Y, además, tiene esas costumbres de “loco” que a la gente del común incomodan de sobremanera: colecciona fotos de su hija ausente, juega con ellas al póker, y ha terminado por deshumanizarla, atribuyéndole la condición más profunda y nostálgica que un hombre pueda sentir por aquello que ha perdido. por deshumanizarla, atribuyéndole la condición más profunda y nostálgica que un hombre pueda sentir por aquello que ha perdido